Yo solo venía a observar y terminé en el organigrama
Y este escrito nada tiene que ver con una empresa o un trabajo
Leí a John Cheever porque así comienza el libro recién publicado de mi amigo Matías, “Como Algunos Aman”.
Abre con una foto de él (de Matías, no de John) seria y tipo cédula, pero con un fondo de playa evidentemente photoshopeado. Yo sugerí que usara esa foto. Su editora tal vez no la amó. Yo certeramente sí. Porque ese montaje —la solemnidad oficial de una foto-documento combinada con un fondo de playa paradisíaca en su versión más caricaturesca— es exactamente de lo que voy a hablar aquí.
Dice Cheever, en su entrada del 4 al 11 de mayo de 1948, que se infiltró en la clase media como un espía. Que lo hizo desde joven. Que su plan era atacar desde adentro. Pero que un día, doblando una toalla para que se vieran las iniciales bordadas, se dio cuenta de que había olvidado su misión. Que se había tomado el disfraz demasiado en serio.
Y yo lo leí y pensé: misión fallida, John (la cagaste Eliani!) Te volviste el florero que acomodabas con tanta estrategia.
Y acto seguido, me pregunté si a mí ya me había pasado lo mismo. Me di cuenta de que no le hablaba a ningún John ni a ninguna Elianis. Era personal y era conmigo.
Una de mis banderas en esta vida —aunque a veces se me vuelva soga al cuello— es el arte del disfraz, de los personajes, del performance. Siempre que puedo, insisto en que todos tenemos varios mini-personajes adentro, que aparecen de forma más o menos estratégica (y profundamente inconsciente) dependiendo del lugar, la compañía o el deseo de que nos lean con cariño sin tener que explicar tanto.
Esos personajes performan, y no está mal. Es parte del repertorio humano. Nos hace complejos estar tan llenos de matices (O bueno, eso me digo para no reducirme a un solo tipo de versión de mí jeje).
Pero a veces pasa algo raro: un solo personaje se queda con el escenario completo. No porque sea el más auténtico, sino porque el entorno solo convoca a ese. Y cuando pasas mucho tiempo en el mismo tipo de contexto —las mismas preguntas, los mismos estímulos, el mismo circuito— los otros personajes se van apagando. Se adormecen. Se te comienzan a olvidar un poco. Y ese que quedó en pie, el que está todo el tiempo en función, empieza a actuar como si fuera el yo completo
Para mí, es justo ahí es donde se empieza a estrechar algo que antes era más amplio.
Personalmente no sé bien de qué ando disfrazada ahora mismo. Podría echar para atrás y contar unos cuantos personajes en el reparto de mi vida: He sido la cool girl que no se apega (pero hace journaling sobre su apego evitativo y su inner child) la gym girl -Pilates, boxeo, cuerda, pesas, gimnasia todo al tiempo- que medita con la mandíbula completamente tensionada, la DJ pseudo misteriosa pero accesible con sus playlists emocionalmente curadas, la hija/miembro de familia que nunca se equivoca (papel que interpreté con gran presupuesto emocional y muy poco reconocimiento por parte de la academia) la joven abogada/Dj/profesora exitosa que no se está esforzando (se está esforzando demasiado, alguien que le dé 40mg de melatonina por favor), la jefa relajada que contesta todo en 1 minuto porque se las sabe todas, la artista espontánea que calculó cada movimiento, la mujer estable que se duerme llorando con el gato encima, la que no tiene drama pero siempre está escribiendo sobre él, o a mi parecer, la más insostenible de todas: La-muy-gomela-para-los-alternos-pero-muy-alterna-para-los-gomelos (¡qué oso!).
¿De persona funcional? ¿De chica leída, hot y ligeramente disociada (solo lo suficiente para seguir viéndome altamente productiva)? ¿De alguien que pertenece, en todos los grupos? ¿De alguien siempre disponible, y parchadísima estando siempre disponible?
Una vez fui hasta la que no necesita likes (Siempre los he necesitado, señor Juez. Piedad xfa, im just a girl (?)).
Y no es que alguno de esos personajes haya sido mentira. Todos eran yo… solo que con filtro. Con performance. Con manual de instrucciones invisible para no decepcionar a nadie. Pero llega un punto en que el disfraz ya no se siente como disfraz. Se siente como piel. Y cuando lo quieres soltar, ya no sabes qué hay debajo.
Les cuento que me fue bien. Aprendí a encajar. Aprendí a leer los códigos y reproducirlos. La entonación. El outfit emocional. El timing perfecto entre ironía y vulnerabilidad.
Pero a veces me pasa que ya no sé si estoy actuando o si soy (jajasisoy). Si me sigue doliendo no encajar, o si lo que incomoda es encajar demasiado. Porque encajar implica, en algún punto, rebanarte. Literalmente cortarte partes sin que se note, y hacerlo con toda la gracia del mundo. Tajarte un brazo y luego girar la herida hacia el lado opuesto del cuarto, sonriendo, como si nada, para no mostrar la sangre. Y que encima te halaguen porque que te ves divina y proyectas seguridad.
Y todo ese ejercicio constante de edición te deja instalada en un estado de vigilancia silenciosa. Estás ahí, pero también estás en otra capa, mirando desde arriba. Y entonces vas a algún eventico: te ríes, hablas, bailas (solo si todos bailan), pero todo lo estás procesando en tiempo real como si después tuvieras que entregar un informe. No estás siendo, estás documentando. Estás traduciendo lo que te pasa en un lenguaje que te sirva más tarde. Y en ese proceso, te pierdes lo que estaba pasando.
Ahora, a veces también me pasa. No en el momento —porque en el momento no estoy pensando en eso—, sino después. Al final del día, o al siguiente, cuando ya estoy en la casa, en la ducha, o buscando algo en la nevera. Me cae la idea, sin dramatismo: de hecho, la pasé bien hoy.
Y me doy cuenta de que fue uno de esos días en los que no estuve interpretando a nadie. No se activó ningún personaje. No fui la divertida, ni la que cae bien, ni la que observa todo en tiempo real para después escribir al respecto. Simplemente estuve (y depronto sí fui divertida y caí bien y observé pero porque sí).
Ese ojo que siempre me acompaña —el que edita, corrige, encuadra, ajusta— ese día se tomó la jornada pedagógica. No me pidió que optimizara nada ni exigió narrativa.
Y entonces, sin ensayo, sin personaje, sin loop mental corriendo de fondo, me reubiqué en mí.
Ser insider y outsider a la vez es el infierno más mejor iluminado del mundo. Con ringlight de influencer dimerizable pero que de vez en cuando se traba en el tono “blanco hospital” y nos toca dejarlo ahí.
Hay una belleza natural y cruda de ahí, pero también un vértigo de microsegundo tipo ascensor que se descuelga lo justo para un honestísimo “melesfuí” mental -cardiaco, tambien-.
Y claro, es que el disfraz ayuda. Te salva. Te permite moverte, abrir puertas, pertenecer estratégicamente. Pero después no te lo puedes quitar. O peor: ya no quieres quitártelo, porque sin él no sabes qué hay, o ya nada es tan fácil.
Cheever hablaba de invertir un buen rato en acomodar el florero en el ángulo correcto. Yo hablo de cómo aprendí a acomodar mi presencia, mi deseo, mi rabia, mis chistes. Todo en ángulo perfecto. Todo en el fondo de playa.
Entonces, hay que tener cuidado, porque el riesgo de usar disfraces para encajar es olvidarnos de que teniamos un disfraz puesto.
Yo ya no sé si estoy adentro, afuera, o en backstage.
O metida dentro de un disfraz gigante, de esos con cabeza inflada tipo caricatura, sentada en la parte trasera del teatro —al lado del cuarto donde botan la basura— comiéndome un pollo con la cabeza de Barney en el regazo, sudando, maldiciendo más de lo que a mi mamá le gustaría, y preguntándome si ya me puedo ir a casa o si todavía tengo que seguir tomándome fotos con niños que me van a jalar la cola.
Pero eso sí: el personaje tiene buen guion. Sus actores de reparto también aguantan. En general está muy bien montado el filme. ¿Les conté que se grabó en un set de esos de croma?
Barbie renunció a Barbieland porque ya no aguantaba más estar consciente de que era una muñeca.
Me encantó vieja